Hay mucha gente con una capacidad increíble de crear auténticas maravillas literarias pero que, por diversos motivos, no llegan a ser conocidas como se merecen. Por eso, desde ahora en Ferro Cultura se apostará por difundir escritos -tanto en verso como en prosa- de autores poco conocidos, siempre relacionados con este apasionante medio de transporte como es el tren. Para empezar, nada mejor que un profundo relato ambientado en una estación. Una historia que nos podría pasar a cualquiera de nosotros cualquier día al coger un tren. Esto es La estación, escrito por Antonio Manfredi. El texto ha sido extraído de su blog en donde publica otras historias.
La estación
Durante meses había podido verla en el mismo lugar.
La señora estaba siempre sentada junto a la escalera mecánica, con sus rodillas pegadas a la cristalera que, desde lo más alto de la estación, nos separaba de los trenes que abajo en las vías iban y venían continuamente.
Con la mirada fija al frente, sin inmutarse ante el constante trasiego de viajeros que pasaban a su lado ignorando su presencia.
La primera vez que la vi no le preste demasiada atención. Al fin y al cabo solo era una persona mayor que utilizaba su tacatá para descansar mientras, suponía, esperaba su tren.
Y es que yo siempre acababa bajando al andén, en busca de mi vagón, mientras ella se quedaba allí.
Pero con el paso de los días mi curiosidad por aquella mujer se incremento, y mi mente empezó a formar historias unas veces alocadas, otras sin sentido, sobre el motivo de su estancia en aquel sitio. Justo en aquel sitio, ni un centímetro más a su derecha o izquierda, hacia delante o atrás, siempre el andador perfectamente alineado en las mismas baldosas.
Un día, obsesionado con ello, decidí perder mi tren con la esperanza de comprobar que la llevaba hasta aquel mirador de historias.
Durante un buen rato no paso nada. Ella continuaba allí, la vista fija, inmóvil.
Hasta que de repente observe como giraba su cabeza hacia la escalera mecánica a su izquierda.
Como un resorte me levante del asiento en que me situaba tras ella para poder ver lo que había despertado su atención. Nada, en ese momento la escalera estaba vacía, no había nada, ni nadie.
Aunque ella parecía seguir con su mirada alguien, o algo, que subía hasta allí.
Y fue justo cuando su cabeza paro de seguir aquello que yo no veía, pero que ya estaba junto a ella, cuando la vi sonreír.
Levanto sus manos en un abrazo lleno de amor, se fundió en un largo beso inundado por lágrimas, y aunque con dificultad por el ruido que un cercanías formaba a su llegada, puede escucharla claramente decir… “Miguel”.
Tras esto, se levanto poco a poco, y parsimoniosamente arrastro su andador hasta salir de la estación.
Perdí el tren durante tres días más, y en ellos siempre ocurrió lo mismo. Como si de una coreografía se tratara.
Pensé que la demencia senil había hecho mella en aquel frágil cuerpo, y decidí olvidarme del tema.
Pero hoy, la señora no está allí, las baldosas no están ocupadas y no hay rodillas que choquen con la cristalera.
Me monto en mi tren preguntándome que habrá sido de ella, y entonces un revisor se acerca hasta mí para pedirme el billete.
Se lo doy, pero no puedo evitar preguntarle.
– Perdone, no quisiera molestarle, pero supongo que también usted habrá visto la señora que todos los días se sienta en su tacatá, justo arriba. Hoy no se encuentra y me preguntaba que ha podido ocurrirle.
– ¿La Señora María? Hace meses que murió.
– Disculpe, creo que no hablamos de la misma persona. Es una señora muy mayor que aprovecha su andador para descansar.
– Señor, esta señora la conocíamos todos los que trabajamos aquí, y murió hace varios meses en el mismo lugar donde esperaba diariamente a su novio de toda la vida, Miguel, el cual hace muchisimos años que marcho en un tren y nunca volvió. No tiene más que hablar con cualquiera de mis compañeros y se lo confirmara, es una historia muy triste. Tome usted su billete.
Mientras el revisor se aleja tengo una sensación rara, de desasosiego. Me cuesta respirar mientras hilo los detalles… Las mismas baldosas ocupadas, los mismos gestos siempre, el mismo tono de voz, las cientos de personas que pasaban a su lado sin mirarla…
Debo estar volviéndome loco, pero ha sido todo tan real, tan jodidamente real…